Como la mayoría de ustedes me crié en una cultura de masa y carne, de empanadas, pastas y asados, torta fritas, churrascos, medialunas, sanguches. Siempre comí de todo. Incluso verduras. Episodios con la comida, que recuerde, varios: unos fideos con aceite y ajo que no me gustaban para nada pero mi madre me obligo a comer un día y me dio una arcada. Mi hermana chiquita atragantándose con un raviol. Descubrir la berenjena al escabeche. Intoxicación de pequeña con la ingesta de un tomate o manzana en una chacra vecina (con plaguicida o símil). Volvía a mi casa y el mundo daba vueltas. Episodio no claro. Vomitar todo lo que había comido en un cumpleaños de Marina, una amiga, cuando teníamos 7 u 8 años (sobre todo salchichas).
Salvo aquellos fideos y algún que otro colchón de arvejas, las comidas que preparaba mi madre eran de luxe (lo que podía ver en comparativa al entorno). Ella siempre nos pedía (a mi hermana o a mi) alguna colaboración en la cocina. Nos indicaba que hagamos una ensalada que debía estar lista cuando ellos (padres) llegaban del trabajo a almorzar todos los mediodías. Muchas veces llegaba y nos habíamos olvidado de “hacer la ensalada” y entonces lo pedía manifestando cierto fastidio por nuestro proceder olvidadizo y aleatorio propio de la adolescencia.
Un día llegó y se la notaba un tanto turbada.
Como no había nada a la vista indicó: hace una ensalada.
Ya la hice, repliqué (estaba en la heladera).
Ella agregó: bueno, hace otra.
Y la idea de la ensalada quedo clavada en mí.
Este y otros traumas, sumado a que en mi familia se hablaba permanentemente de comida, me produjo un rechazo que me condujo a dejar de comer y llegar a padecer algún tipo de trastorno alimentario nunca diagnosticado. Luego una nutricionista dijo que estaba un poco “desnutrida” y me indico seguir una dieta pero no me curó. El punto es que yo necesitaba interesarme en la comida desde una comprensión profunda acerca del sentido que tiene para la vida. No podía interesarme en la comida desde el imperativo “DEBES ALIMENTARTE”.
Fui leyendo una serie de artículos al respecto hasta que una amiga divina (Clara) puso en mis manos Salve su cuerpo, un libro de Catherine Kousmine. A pesar de que el nombre del libro es fatal, su contenido es vital. Era la primera bibliografía que encontraba completa, explicando incluso los procesos de industrialización que deterioran el grado nutricional de los alimentos.
Con el Método Kousmine y “la ensalada” como impronta, fui restableciendo un orden natural y siguiendo pistas de médicos, investigadores y terapias que me llevaron a dar con información muy rica y variada que voy seleccionando y difundiendo en la medida que lo veo necesario, vital o urgente. En todo caso, los cambios de hábitos alimentarios llevan mucho tiempo y cada uno hace su proceso a un ritmo muy personal. El tema es que con una cuestión tan básica y vital para la salud, no creo conveniente postergar mucho más el principio del proceso.
Eugenia